El Consejo Nacional de Televisión acaba de desestimar una denuncia presentada por Cecilia Pérez, la ex Ministra Secretaria General de Gobierno, en contra de Daniel Alcaíno, el humorista que da vida al personaje de Yerko Puchento. ¿La razón? En el programa “Vértigo” de Canal Trece, Alcaíno comparó a la ex vocera con la Monga, el gorila que protagonizaba uno de los juegos de Fantasilandia. No conforme con esto y ante la queja de la ex Ministra, a la semana siguiente apareció ante las cámaras disfrazado de gorila, insistiendo en sus burlas. Ante esta situación, Cecilia Pérez denunció a Daniel Alcaíno ante el Consejo Nacional de Televisión (CNTV), pero la entidad decidió no formular cargos en contra del humorista.

Es usual que el CNTV deba resolver denuncias por declaraciones ofensivas hechas en tono humorístico. Ésta vez, las bromas tienen un blanco con nombre y apellido, pero suele ocurrir que un chiste genere molestia general. Por ejemplo, en 2014 en CNTV tramitó una denuncia por el lenguaje grosero utilizado por el grupo “Los locos del humor” en una rutina en el Festival de Viña. En 2010, ante una denuncia por un sketch del programa “El Club de la Comedia” en que utilizaba la figura de Jesús como uno de los personajes, el CNTV presentó cargos, indicando que “un ultraje de esa naturaleza constituye un acto de intolerancia frente a las creencias capitales del pueblo cristiano”, lo cual “entraña una vulneración del principio democrático, piedra angular del pacto de convivencia social que está plasmando en nuestro ordenamiento constitucional”. Unos meses después, el Consejo retiró los cargos. En 2007, en votación empatada, el organismo no formuló cargos contra la polémica serie de humorística “Papavilla”.

En ningún caso este artículo se propone analizar la jurisprudencia del CNTV sobre la materia ni  determinar cómo debieran resolverse estos asuntos. Pocas manifestaciones del espíritu humano son más dobles, ambiguas, contradictorias y complejas que el humor. Pretender que el derecho, que suele operar como un sistema lógico cerrado, apriorístico, de premisas generales y conclusiones particulares obtenidas silogísticamente, capture adecuadamente el sentido de las manifestaciones cómicas y, peor aún, se pronuncia respecto de ellas con justicia, es esperar demasiado.

Y sin embargo, algo tendrá que dictaminarse, porque el humor forma parte de la vida en sociedad y no hay sociedad sin conflictos jurídicos. ¿Pueden el aparato conceptual jurídico y, más concretamente, los depositarios de la jurisdicción, hacerse cargo de las sutilizas y vericuetos de las expresiones humorísticas? En último término, lo más probable es que los consejeros del CNTV —o quienquiera que dictamine sobre el asunto— fallen intuitivamente, conforme a su prudencia. En otras palabras, los juzgadores deben dejan de pensar jurídicamente y, sin más ni más, comenzar a razonar como seres humanos capaces de reír o indignarse. Seres humanos comunes y corrientes que, sin embargo, deben resolver conforme a derecho.

 

Acerca de la risa

Por regla general, el humor opera sobre la base de la crítica. Probablemente, “La Risa” de Henri Bergson sea el texto más célebre que se ha escrito sobre la materia. Allí, Bergson observa tres características comunes a toda forma de comedia: (1) reímos de otros seres humanos, (2) en compañía de otros seres humanos y (3) cuando reímos ponemos a trabajar el cerebro y acallamos la compasión. Nunca reímos de una piedra, un paisaje o una ecuación matemática, sino siempre de pensamientos, gestos, palabras, movimientos o costumbres, ya sean propios o ajenos. Una vez que hemos comenzado a reír, vemos cómo otros se nos suman y la carcajada se convierte en un fenómeno colectivo, contagioso. Al hacerlo, aquello de lo que reímos ha dejado de producirnos miedo, dolor o tristeza y se convierte, aunque sea momentáneamente, en un motivo de celebración. Riendo, celebramos aquello que consideramos objeto de crítica. Nos produce alegría, pero no por ello dejamos de criticar. La risa, pues, es un acto social de contenido paradójico.

En esto, el humor se opone radicalmente a lo serio. Cuando uno habla en serio, quiere decir aquello que dice. Por eso, cada vez que alguien de voz serena y semblante circunspecto sostiene una estupidez o una brutalidad, respondemos preguntando: “¿estás hablando en serio?”. Como señala Vladimir Jankélévitch, “cuando un discurso es serio hay que tomárselo al pie de la letra, como el Código Civil; no hay nada que leer entre líneas, nada que entender con medias palabras”. El discurso serio tiene un carácter unitario, monolítico. En contraste, observa Mulkay que “el humor depende del despliegue discurso de posibilidades interpretativas previas”. Cuando me hago el chistoso digo una cosa, pero implico otra, sin por ello desdecirme de la primera. Voy bordando una secuencia de sentidos contradictorios y superpuestos, hasta que la audiencia se percata de la trampa y responde riendo.

Pero no todas las risas son iguales. A veces, se ríe sólo para denostar. Otras veces, la risa nos eleva, transformando las imperfecciones y el sufrimiento en motivo de fiesta. A la primera de estas risas, Nietzsche la llama la risa del rebaño. Es una forma de reír pesada, intolerante, que se burla de todo aquello que salga de la regla. El humor se ocupa como castigo, con el propósito de mantener el carácter homogéneo y rígido del grupo social. A ella, Nietzsche le opone la risa de las alturas, que es una forma de reír liviana, festiva, exploradora de singularidades y productora de extravagancias. Encontramos la cumbre de esta manera de reír en el gesto de quién se ríe de sí mismo. Por eso Nietzsche pone una corona de risas sobre la cabeza de su Zaratustra. Es él mismo quien se corona, es Zaratustra quien se ríe de sus propias rarezas y de su ridículo. La imagen alude alegóricamente —y se contrapone— a la corona de espinas con que los soldados romanos se burlaron del rey de los judíos. Allí donde la risa del rebaño proviene de la discordia y la reproduce, la risa de las alturas es motivo de amistad. Riendo, el odio se apacigua y las diferencias pierden relevancia.

Por supuesto, ambas potencialidades humorísticas —castigo y celebración— se posibilitan por la naturaleza ambigua de la risa. Esto no se aplica solamente a los cómicos, sino que también a los auditores. En lenguaje coloquial, llamamos sentido del humor a la capacidad de entrar en este particular modo de conversación humorística. En efecto, precisamente porque no estamos hablando en serio, siempre podemos decirle a los tontos graves: “no te enojes, es solamente una broma”. A la inversa, la persona que es blanco de una burla pesada puede responder riendo y, al hacerlo, le echa a perder el juego al bromista. No es casual que sean precisamente las personas incapaces de reírse de sí mismo quienes se convierten en el blanco predilecto de los chistosos

 

¿Por qué Rómulo mató a Remo?

Pero volvamos sobre nuestro caso. ¿Cómo hacer frente a declaraciones ofensivas realizadas en tono humorístico? La mirada más tradicional dirá que se trata de una cuestión de colisión de derechos fundamentales: por un lado, la libertad de expresión y, por el otro, el derecho a la honra. De hecho, Óscar Reyes, el presidente del CNTV razonó precisamente en estos términos. Así, señaló que  “debe existir un adecuado equilibrio entre el ejercicio de la libertad de expresión y el respeto que se debe a las personas, las que, al sentirse vulneradas en su dignidad, tienen el derecho a ejercer las acciones legales pertinentes”.

Por supuesto, lo anterior depende de un ejercicio de ponderación cuyos resultados son siempre impredecibles y dependen, en último término, de la prudencia de quien juzga el asunto. Con todo, es posible mirar el problema desde otro ángulo. Cabe la sospecha de que, en realidad, los consejeros —o cualquier juez que realice un ejercicio de ponderación— deciden el asunto intuitivamente y luego buscan las razones jurídicas que justifiquen la decisión. Si esto es así, entonces tendríamos un razonamiento de apariencia técnico-jurídica que esconde una deliberación política.

Encontramos una alegoría de este conflicto en uno de los momentos fundacionales de la historia occidental. Todos conocemos la fábula: cuando Rómulo decide fundar la ciudad de Roma, lo primero que hizo fue construir sus muros. Como su hermano Remo saltó la muralla, Rómulo lo mató. ¿Por qué? Lo primero que llama la atención es que Rómulo parta por construir un muro. No un mercado, no un edificio gubernamental, no una plaza, no un templo, sino un muro. El muro es un símbolo bélico y defensivo. Afuera del muro queda la violencia, los bárbaros, aquellos que se organizan según la ley del más fuerte. Adentro, la convivencia pacífica, el derecho, la política, el comercio, la filosofía, las ciencias y el arte. En suma: el ámbito de la libertad. La ciudad de Roma —imagen de la civilización occidental— se concibe a sí misma como un espacio separado que, al estar libre de violencia, abre las posibilidades para las distintas manifestaciones de la capacidad humana. Pero la paz —sin la cual no hay libertad posible— debe defenderse y su defensa se hace por medio de la guerra.

En lo que aquí interesa, lo llamativo del caso está en que Remo saltó la muralla para burlarse de Rómulo. Es decir, la primera agresión en contra de los muros de Roma proviene de un humorista. Tan pronto como ve un muro, el impulso irrefrenable del bromista es traspasarlo. No utiliza catapultas ni armas de asedio. En vez, salta sobre el muro graciosamente, a pecho descubierto y con una sonrisa en la cara. Los pies son ligeros y la mirada, tan juguetona como desafiante, se posa tranquilamente sobre los ojos del guardián. La respuesta de Rómulo es tajante: esta muralla es sagrada y no se puede traspasar, ni siquiera por mi propio hermano… ni siquiera en broma.

Desde entonces, Occidente viene haciéndose la misma pregunta: ¿no se le habrá pasado la mano a Rómulo castigando así a su hermano Remo? Desde un punto de vista serio, Rómulo tenía razón. Las murallas deben defenderse. La vida cívica es un espacio pacífico de amistad y todo gesto de violencia ha de ser categóricamente rechazado. En esto, los serios se muestran rígidos e hipersensibles. Los valores que fundamentan la vida en sociedad se los considera sagrados, intocables, frágiles y fácilmente vulnerables. No hay espacio para ser ambiguos en su defensa.

El humorista opina distinto. Estima que los muros deben existir, pues también él es un ciudadano. Es obvio que el humor es un ejercicio de la libertad que requiere protección legal. Pero, al mismo tiempo, el humorista tiende a ver las reglas del derecho como límites porosos. Entonces, agrede, sí, pero no agrede seriamente. Sus intenciones son siempre indescifrables y eso exaspera a los serios, que no entienden si les hablan en serio o si les están tomando el pelo. A su modo, el bromista considera que la única manera de proteger la paz y la libertad es fustigándolas, azuzándolas por todos lados, sacándoles trote. El humor es un ejercicio de purificación o, si hemos de seguir a Nietzsche, de elevación. De otro modo, los valores cívicos se osifican. Vemos, pues, que la violencia reingresa a la ciudad de la mano del humorista bajo una forma suave, ambigua, risueña y rinde, también ella, su necesario tributo a la paz y la amistad. Corresponde a los jueces decidir cuándo imponer la paz y el orden y cuándo, más bien, los sagrados muros del derecho deben proteger también a los cómicos.